Por: Fabrizio Casari
La decisión de la Unión Europea de limitar el coste del gas y el petróleo (price cap, lo llaman) ya ha tenido una primera y clara respuesta por parte de Rusia, que ha quemado millones y millones de metros cúbicos de gas metano, indicando que prefiere quemarlo antes que venderlo según las condiciones de Bruselas.
Además, la decisión de intentar imponer un tope de precios a toda la UE, extendiéndolo a los países del G7, no tiene nada que ver con el mercado mundial de hidrocarburos: es una decisión política destinada a reducir los ingresos de Moscú, nada más.
En sí misma, la decisión rompe con el tabú de que los mercados se autorregulan, ya que a las materias primas se les puede asignar un precio político, pero que un puñado de aficionados en la oscuridad como los gobernantes europeos puedan dictar la línea energética al mundo es algo divertido en sí mismo.
Ni siquiera han considerado la reacción negativa que supondrá para la Opec una decisión que afectaría inevitablemente al mercado del petróleo: para sostener el precio del crudo podrían decidir recortar la producción y se desencadenaría otra peligrosa espiral de crisis energética.
Lo que menos se entiende es porque que India, China, Sudáfrica, Brasil o México deberìan aceptar otra histeria occidental contra Rusia. Nueva Dheli, que está experimentando un poderoso crecimiento, necesita los hidrocarburos rusos, que compra en grandes cantidades y a bajo precio con yenes y rublos.
¿Qué interés tendría en romper el vínculo con Moscú? ¿Para mantener contenta a la Sra. Von der Leyen? Pero, sobre todo, uno se pregunta: si la decisión era sólo política, y suponiendo que fuera útil, ¿cómo es que no imponemos un precio al petróleo saudí que lleva años masacrando Yemen? En definitiva, es difícil que la disidencia por motivos políticos y metodológicos que Occidente tenía en febrero haya cambiado ahora, dada también la evidente esterilidad de las sanciones y la responsabilidad penal de Zelensky.
La UE también se atreve a culpar a Rusia de las restricciones en el suministro de gas a Europa, pero esto es en respuesta a las sanciones europeas.
La prohibición de exportar componentes tecnológicos a Rusia, necesarios para el mantenimiento de los gasoductos y las plantas de extracción de gas, socava de hecho la capacidad de producción de Rusia, reduciendo así los ingresos por la venta de gas.
No se podía esperar de meno por Rusia, que no está acostumbrada a recibir bofetadas de balde. Veremos si la UE consigue o no tomar una decisión, pero hay preocupación en los mercados.
En primer lugar, porque todo el mundo es consciente de que se trata de una mera declaración política para demostrar que la UE existe, pero que es poco probable que se materialice dada la falta de unanimidad interna.
Entonces porque todo el mundo sabe que la UE comprará el gas al precio y con la moneda con la que lo venderá, ya que cuando lo que se vende es un bien primario que todo el mundo necesita, el precio lo hacen los que venden y no los que compran. ¿Quien gana? En la apoteosis de la dependencia, el antiguo imperio de las colonias, ahora colonia ella misma, obviamente exime al gas de esquisto estadounidense, que se vende a la UE a un precio 55 veces superior al que valía antes de que se sancionara el gas ruso (interesante, no?).
Y quizás buena parte de la respuesta a la continuación de esta guerra se encuentre aquí mismo. Estados Unidos es el primer exportador mundial de gas licuado, que lleva varios años intentando (con poco éxito) vender a cualquiera. Su gas de esquisto se produce mediante fracking, una técnica de trituración de rocas.
El gas de esquisto es peligroso, ineficaz, caro, y muy perjudicial para el medio ambiente, es un insulto a las resoluciones de las Conferencias Internacionales sobre el Clima de Kioto y París, que, aun en su hipocresía, habían señalado el camino para la reducción progresiva de los gases fósiles y de efecto invernadero.
La estrategia de Estados Unidos es tan banal como eficaz, porque se apoya en la total aquiescencia de los gobiernos europeo, canadiense, australiano, japonés y surcoreano. Con la imposición de sanciones, el comercio entre Rusia y Europa se reduce.
Como resultado de esta contracción, los volúmenes se reducen y esto en sí mismo, en ausencia de una reducción igual de la demanda, genera una mayor demanda. Esta mayor generación de demanda coincide con un aumento de los precios. Que el mercado se autorregula ha sido históricamente un bulo.
Tanto más cuanto que el turbo-liberalismo, corriente mayoritaria del capitalismo sin capital, ha decidido asignar el crecimiento del valor a la especulación financiera y no al crecimiento económico.
Los Estados, que sufren de buen grado las oleadas especulativas de las corporaciones que los dirigen, no tienen más remedio que descargar la carga de éstas hacia abajo, es decir, hacia los consumidores.
Prueba de ello es que en 2008 el petróleo costaba 145 dólares el barril y la gasolina 1,3 euros el litro. Hoy cuesta 110 dólares el barril, 35 menos, pero la gasolina cuesta 2,3. La subida vertiginosa del coste del gas y el petróleo se debe a las dificultades de la red de distribución tras la pandemia.
Las grandes empresas vieron la extraordinaria oportunidad de obtener beneficios adicionales y el gran capital euro-estadounidense aprovechó la ocasión para acelerar el reinicio de los mercados.
Un reajuste que había sido anunciado por Draghi, primer ministro de Italia en ese momento, hablando sobre todo como ex presidente del BCE, cuando advirtió que el apoyo a las empresas para resistir la crisis pandémica no iría a todas las empresas, sino sólo a las que se consideraran útiles para la producción.
En definitiva, una purga sobre las empresas que no formaban parte de la estrategia de mayor deslocalización hacia el Sur (África en primer lugar) del sistema productivo y mayor peso de las finanzas en el establecimiento de las condiciones de la economía europea en general y de cada Estado en particular.
Como prueba de ello, los costes de producción de energía no disminuyeron ni siquiera en presencia de la normalización post-pandémica.
La recuperación parcial tras la pandemia había aumentado la demanda de hidrocarburos, pero sigue siendo inferior al nivel anterior a la crisis de los covíes debido a la desaparición de decenas de miles de empresas y millones de personas.
Sin embargo, el precio se disparó, por lo que no había conexión entre la oferta y la demanda, era pura especulación. La guerra en sí misma tiene poco o nada que ver con los costes del gas, los flujos de Rusia a Europa han continuado a través de Ucrania y su reducción fue una decisión de Moscú en respuesta a las sanciones de la UE.
Lo que también ocurre es que las sanciones fomentan fuertemente la especulación de las empresas extractivas internacionales.
No es casualidad que ni siquiera se intente iniciar una solución político-diplomática, al contrario, el nivel del conflicto con Rusia se eleva constantemente; porque la continuación de la guerra permite que continúe la hipoteca política y especulativa sobre los hidrocarburos.
La reducción de la circulación del gas ruso hace saltar por los aires todos los parámetros de las intervenciones previstas, pero aumenta enormemente el valor del gas de esquisto estadounidense.
Y no es casualidad que el inicio de sus exportaciones de gas de esquisto hace unos años coincidiera precisamente con el comienzo de las sanciones a Rusia y Alemania por el acuerdo de construcción del North Stream 2.
Habría apoyado la demanda europea de gas a precios razonables y convertido a Rusia en el principal socio estratégico de Bruselas, relegando a Washington a una posición dominante reducida.
Un aspecto central en la estrategia de ataque a Rusia, que tiene varios otros elementos que determinan su complejidad, y que tuvo en Ucrania la víctima y al mismo tiempo la oportunidad de ser aprovechada para profundizar en la operación de contención total de Moscú ahora y Pekín después.
Por el contrario, el fin o incluso el cese de las hostilidades no sólo devolvería el suministro de combustible a niveles satisfactorios, lo que reduciría forzosamente su precio, sino que también restauraría la centralidad comercial de Rusia y, al mismo tiempo, disiparía la narrativa mentirosa sobre el aumento de los costes del gas y el petróleo.
Hasta aquí la libertad de la voraz Ucrania, hasta aquí el agresor y el agredido (suponiendo que no sea el reverso de la narrativa occidental).
La guerra durará tanto para intentar golpear a Rusia y China, como para reajustar aún más la producción internacional empujándola cada vez más fuera del centro y hacia la periferia del imperio, y para ampliar más allá de todo límite los beneficios que se estimulan hábilmente sobre una situación de crisis de abastecimiento.
Si la guerra terminara, la especulación se acabaría -o al menos se reduciría- y esto sacaría a la luz la complicidad de los gobiernos que, uno a uno, son comprados por ellas y actúan para sus exclusivos intereses.